Lágrimas del alma

Veo el espejo y pienso, ¿esa soy yo? Tan destruida, tan marcada por el paso del tiempo. No parezco yo. Quizás porque al lado de este hay una niña pequeña, retratada en una fotografía, feliz, llena de luz, de vida. Mejillas sonrosadas, los rizos de un brillante negro cayendo con gracia a los costados de su carita regordeta. Ese ser humano se había transformado en un envase vacío. El brillo del cabello hace rato desapareció, mi cuerpo lentamente, hasta los huesos se consumió.

En cuanto mis padres me dejaron en la puerta del orfanato mi vida terminó. Una oye historias, pero nunca se imagina que tan malo puede ser. Aun cuando el sol sale parece que lloviera, aun cuando hay risas de los más pequeños, se oyen como gritos desesperados. Y con 16 años la única esperanza que te queda es soportar otros dos años hasta ser completamente libre. Suspiro. ¿Libre? ¿Libre para qué? El mundo no se encuentra mucho mejor. Solo basta con oír las noticias. Muertes. Robos. Secuestros. Pobreza. ¿Quién quiere estar en un mundo como ese? Yo, al menos, no. Pero tampoco quiero estar aquí, entonces ¿dónde debo estar? ¿Cuál es mi lugar?

Un ruido en la puerta interrumpe mis pensamientos. Uno. Dos. Dos golpes, hora de la cena. Siendo una de las mayores en este viejo y mohoso edificio, me ocupo de servir la mesa, y de preparar a los pequeños. Siempre debo fingir una sonrisa por ellos, por esas almas que todavía no han sido corrompidas y dentro mío no puedo esperar para que tengan mi edad. Sé que pensaran igual.

Me visto con las ropas que tengo, un par de pantalones y remeras viejas, donadas por familias beneficiadas, pero no me quejo. Se que ahí afuera hay niños que ni pueden abrigarse en invierno. Observó por última vez la pequeña ventana por donde parece entrar un rayo de sol y hago una mueca. El día que deje de llover será el día en que ese rayo de sol me proporcione algo de calor.

No me cuesta mucho llegar hasta la cocina. Sus paredes grises achican el ya diminuto lugar, la pintura se cae en ciertos lugares, y las mesas de madera están agrupadas de tal forma que parece una cárcel. Pues bien, no difieren mucho una de otra. Justo después de mi llegada, una fila de niños de entre seis y ocho años aparece. Cada uno vestido con su uniforme azul a cuadros, cada uno con sus caritas manchadas por jugar en la tierra, rodillas raspadas y cabellos enredados. Siguiendo el protocolo se sientan en sus lugares designados, parecen ignorantes de la insoportable rutina a la cual se ven atados a cada hora, a cada segundo. Con voracidad devoran la comida que hay frente a ellos. Siempre lo mismo. El menú es designado por el día de la semana, nunca cambiante, estipulado hace mucho. La maldita rutina no tiene escapatoria. Pero ellos no se ven afectados, hasta se ven felices al calmar a su estómago, y sin esperar mucho, desaparecen con la rapidez que entraron, a seguir jugando, o a seguir haciendo lo que sea que estuvieran haciendo hasta ahora. ¿Importa? Pronto se darán cuenta de lo inútil que es pretender que las cosas son de otra manera. Pronto verán la terrible realidad.

Cuando el segundo grupo libera las mesas, es mi turno para irme. A mi lado aparece Mia, de quince años, encargada del siguiente grupo. Me sonríe con su usual calidez, lo que me hace suspirar. Todavía ella conserva esperanza, sueños, le encanta pensar que hay un mundo mejor, un mundo el cual la espera con brazos abiertos y logrará cambiar cualquier rastro de injusticia que se presente. Ridículo. Pero me callo los pensamientos, de nada sirve crear una discusión sin sentido.

Miro el reloj en la vieja pared con poco interés. Las nueve. Hora de mi baño regular. Comienzo a avanzar hacia la sala cuando un golpe se oye en todo el lugar. Nuevo integrante. Nuevo niño abandonado.

La curiosidad puede más, cambio mi rumbo sin pensarlo y me dirijo hacia allí, no se que esperar, lo usual es encontrar bebes, aunque cada tanto llega algún pequeño con mayor edad, como yo lo era. Aunque nunca, nunca había habido un muchacho de más de trece años abandonado. ¿Por qué lo habría? No era como si los padres fueran a deshacerse de el a esa edad… o eso pensaba.

Cabello negro y corto. Ojos iguales al carbón. Piel tan pálida como la mía y ropa destrozada, manchada con algo no identificable a la luz de luna. Rasgos finos y elegantes, contrastante con su mueca de desprecio, de esbelto cuerpo aunque alto, cualquiera pensaría que sería todo un galán. Pero allí estaba. En nuestra puerta. Con diecisiete años y una actitud terrorífica.

-Fin del primer capítulo

0 comentarios:

Publicar un comentario