Dos días. Dos días habían bastado para que Matt, o ‘el chico nuevo’ se hiciera con una reputación nada envidiable. Expulsado de su colegio por razones desconocidas, un pésimo carácter capaz de doblegar hasta la más feroz de nuestras institutrices, y abandonado por sus padres a tan solo un año de la mayoría de edad, no era sorpresa que muchos se interesaran por el. Pero aprendo rápido y la vida me ha enseñado a cuidarme las espaldas. Por eso no le hablo. No he cruzado palabra con el, todo lo que se, lo he oído de las murmuraciones de los niños, o de los más grandes. En la cena se sienta solo, aislado y pasa el día encerrado en su cuarto, como la mayoría de nosotros. Incluso en las denominadas ‘clases’ pasa desapercibido… en cuanto alguien quiere cruzar palabra con el, el veneno que escupe es suficiente para disuadir al curioso.
Claro que, a pesar de que una intente, la vida no me dará un respiro. Aunque sea por unos minutos.
Camino con lentitud hacia la sala de música, pensando en lo increíblemente aburrida y tediosa que se ha vuelto la clase. Siempre es lo mismo, cantar, tocar, oír, y escribir canciones que hablan sobre la alegría de la vida. ¿No deberíamos cantar algo más acorde al lugar donde estamos? ¿De qué sirve relatar la vida de un niño con padres si la mayoría de aquí no los tienen, y la otra parte han sido abandonados?
Suspiro. Diviso la puerta que me permitirá el acceso pero antes de alcanzarla, Lau y Jane se paran frente a ella. Vuelvo a suspirar. Podrán tener solo quince años, pero ya son parte del cáncer de ese lugar. Cada persona tendrá su forma particular de enfrentar la realidad, pero ellas dos son las peores, se desquitan con otros. ¿Qué verán en el espejo? Yo veo a una chica destruida, ¿acaso ellas se verán con coronas sobre sus cabezas? ¿Capas, diamantes y joyas? Solo basta con oír su inculto dialogo para entender que clase de personas son.
-¿Qué dices Lau, es o no nuestro pasillo?
-Ya lo creo Jane. ¿Qué haces aquí esqueleto?
¿Olvide decirlo? Si Matt es ‘el chico nuevo’, yo soy ‘esqueleto’. Como siempre, guardo silencio. Un gran sabio alguna vez ha dicho ‘El sabio finge ser tonto frente al tonto que se cree inteligente’. Mejor que crean que sufro de alguna enfermedad mental. Sigo avanzando sin detenerme a mirarlas, sin preocuparme por su existencia, pero una de ellas, no alcanzo a ver quien, me empuja hacia atrás, arrojando al suelo los papeles que tenía en la mano.
-Eres tan inútil esqueleto, no puedes ni mantener el equilibrio.
Se ríen. Hago lo posible por no reaccionar. Las observo fijamente, sin expresión en el rostro, sin asomo de prestar atención. Vuelven a empujarme, esta vez, caigo, pero no me levanto.
-Mantén el equilibro esqueleto.
Por el rabillo del ojo observo un par de brazos que me levantan, y al enfocar al frente, un puño se introduce hasta lo profundo de mi estomago, obligándome a doblarme, jadeando por la repentina falta de aire. Los brazos que acababan de sostenerme se han esfumado, dejándome nuevamente tirada en el suelo.
-Esqueleto, esqueleto, ¿qué haremos contigo? Solo vamos a jugar un ratito…
Dicho esto, me toman de los pelos. Mil millones de pequeñas agujas se clavan en mi cráneo a medida que levantan mi cabeza y por ende mi cuerpo, pero mi expresión sigue inalterable. Solo las enoja más. El puño antes dirigido a mi estomago se concentra en mi rostro. Una vez. Dos veces. Tres veces. Mi labio sangra por el impacto. Mi rostro duele por el contacto. Se que tengo un ojo hinchado.
Finalmente, sueltan mi cabellera, dejándome caer como un peso muerto, y me encuentro con el frío del suelo que me recibe con los brazos abiertos. Podrá no ser mucho, pero aunque sea helado, el abrazo se siente extraño. Extrañamente bien.
Oigo pasos. Pasos débiles pero cercanos. ¿Importa? A nadie le interesa alguien tirado contra la pared siempre que no interrumpa el paso. Es normal. Llantos, gritos, suplicas o rezos, siempre hay alguien que se desmorona y se esconde en un rincón, alguien a quien todos en ese día ignoran. Y no me molesta. Salvo que esta vez, ese alguien se detiene.
Con pereza elevo los ojos, la sorpresa se instala en ellos al ver a quien tengo en frente. El chico nuevo me observa fijamente, con esa típica frialdad en su mirar, con una de sus cejas arqueada a modo de interrogación. Una sonrisita extraña se instala en sus finos labios, pero no es amable ni dulce, más bien esconde un rastro de maldad, un pensamiento espantoso del cual no me quisiera enterar. No dice nada, no hace gesto para ayudarme, no me sorprende. Solo sigue su camino, como si nunca me hubiera encontrado, y yo me quedo a merced del frío mármol bajo mi cuerpo magullado.
(Fin cap 2.)
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