Lágrimas del alma (cap 2)

Dos días. Dos días habían bastado para que Matt, o ‘el chico nuevo’ se hiciera con una reputación nada envidiable. Expulsado de su colegio por razones desconocidas, un pésimo carácter capaz de doblegar hasta la más feroz de nuestras institutrices, y abandonado por sus padres a tan solo un año de la mayoría de edad, no era sorpresa que muchos se interesaran por el. Pero aprendo rápido y la vida me ha enseñado a cuidarme las espaldas. Por eso no le hablo. No he cruzado palabra con el, todo lo que se, lo he oído de las murmuraciones de los niños, o de los más grandes. En la cena se sienta solo, aislado y pasa el día encerrado en su cuarto, como la mayoría de nosotros. Incluso en las denominadas ‘clases’ pasa desapercibido… en cuanto alguien quiere cruzar palabra con el, el veneno que escupe es suficiente para disuadir al curioso.

Claro que, a pesar de que una intente, la vida no me dará un respiro. Aunque sea por unos minutos.

Camino con lentitud hacia la sala de música, pensando en lo increíblemente aburrida y tediosa que se ha vuelto la clase. Siempre es lo mismo, cantar, tocar, oír, y escribir canciones que hablan sobre la alegría de la vida. ¿No deberíamos cantar algo más acorde al lugar donde estamos? ¿De qué sirve relatar la vida de un niño con padres si la mayoría de aquí no los tienen, y la otra parte han sido abandonados?

Suspiro. Diviso la puerta que me permitirá el acceso pero antes de alcanzarla, Lau y Jane se paran frente a ella. Vuelvo a suspirar. Podrán tener solo quince años, pero ya son parte del cáncer de ese lugar. Cada persona tendrá su forma particular de enfrentar la realidad, pero ellas dos son las peores, se desquitan con otros. ¿Qué verán en el espejo? Yo veo a una chica destruida, ¿acaso ellas se verán con coronas sobre sus cabezas? ¿Capas, diamantes y joyas? Solo basta con oír su inculto dialogo para entender que clase de personas son.

-¿Qué dices Lau, es o no nuestro pasillo?

-Ya lo creo Jane. ¿Qué haces aquí esqueleto?

¿Olvide decirlo? Si Matt es ‘el chico nuevo’, yo soy ‘esqueleto’. Como siempre, guardo silencio. Un gran sabio alguna vez ha dicho ‘El sabio finge ser tonto frente al tonto que se cree inteligente’. Mejor que crean que sufro de alguna enfermedad mental. Sigo avanzando sin detenerme a mirarlas, sin preocuparme por su existencia, pero una de ellas, no alcanzo a ver quien, me empuja hacia atrás, arrojando al suelo los papeles que tenía en la mano.

-Eres tan inútil esqueleto, no puedes ni mantener el equilibrio.

Se ríen. Hago lo posible por no reaccionar. Las observo fijamente, sin expresión en el rostro, sin asomo de prestar atención. Vuelven a empujarme, esta vez, caigo, pero no me levanto.

-Mantén el equilibro esqueleto.

Por el rabillo del ojo observo un par de brazos que me levantan, y al enfocar al frente, un puño se introduce hasta lo profundo de mi estomago, obligándome a doblarme, jadeando por la repentina falta de aire. Los brazos que acababan de sostenerme se han esfumado, dejándome nuevamente tirada en el suelo.

-Esqueleto, esqueleto, ¿qué haremos contigo? Solo vamos a jugar un ratito…

Dicho esto, me toman de los pelos. Mil millones de pequeñas agujas se clavan en mi cráneo a medida que levantan mi cabeza y por ende mi cuerpo, pero mi expresión sigue inalterable. Solo las enoja más. El puño antes dirigido a mi estomago se concentra en mi rostro. Una vez. Dos veces. Tres veces. Mi labio sangra por el impacto. Mi rostro duele por el contacto. Se que tengo un ojo hinchado.

Finalmente, sueltan mi cabellera, dejándome caer como un peso muerto, y me encuentro con el frío del suelo que me recibe con los brazos abiertos. Podrá no ser mucho, pero aunque sea helado, el abrazo se siente extraño. Extrañamente bien.

Oigo pasos. Pasos débiles pero cercanos. ¿Importa? A nadie le interesa alguien tirado contra la pared siempre que no interrumpa el paso. Es normal. Llantos, gritos, suplicas o rezos, siempre hay alguien que se desmorona y se esconde en un rincón, alguien a quien todos en ese día ignoran. Y no me molesta. Salvo que esta vez, ese alguien se detiene.

Con pereza elevo los ojos, la sorpresa se instala en ellos al ver a quien tengo en frente. El chico nuevo me observa fijamente, con esa típica frialdad en su mirar, con una de sus cejas arqueada a modo de interrogación. Una sonrisita extraña se instala en sus finos labios, pero no es amable ni dulce, más bien esconde un rastro de maldad, un pensamiento espantoso del cual no me quisiera enterar. No dice nada, no hace gesto para ayudarme, no me sorprende. Solo sigue su camino, como si nunca me hubiera encontrado, y yo me quedo a merced del frío mármol bajo mi cuerpo magullado.

(Fin cap 2.)

Lágrimas del alma

Veo el espejo y pienso, ¿esa soy yo? Tan destruida, tan marcada por el paso del tiempo. No parezco yo. Quizás porque al lado de este hay una niña pequeña, retratada en una fotografía, feliz, llena de luz, de vida. Mejillas sonrosadas, los rizos de un brillante negro cayendo con gracia a los costados de su carita regordeta. Ese ser humano se había transformado en un envase vacío. El brillo del cabello hace rato desapareció, mi cuerpo lentamente, hasta los huesos se consumió.

En cuanto mis padres me dejaron en la puerta del orfanato mi vida terminó. Una oye historias, pero nunca se imagina que tan malo puede ser. Aun cuando el sol sale parece que lloviera, aun cuando hay risas de los más pequeños, se oyen como gritos desesperados. Y con 16 años la única esperanza que te queda es soportar otros dos años hasta ser completamente libre. Suspiro. ¿Libre? ¿Libre para qué? El mundo no se encuentra mucho mejor. Solo basta con oír las noticias. Muertes. Robos. Secuestros. Pobreza. ¿Quién quiere estar en un mundo como ese? Yo, al menos, no. Pero tampoco quiero estar aquí, entonces ¿dónde debo estar? ¿Cuál es mi lugar?

Un ruido en la puerta interrumpe mis pensamientos. Uno. Dos. Dos golpes, hora de la cena. Siendo una de las mayores en este viejo y mohoso edificio, me ocupo de servir la mesa, y de preparar a los pequeños. Siempre debo fingir una sonrisa por ellos, por esas almas que todavía no han sido corrompidas y dentro mío no puedo esperar para que tengan mi edad. Sé que pensaran igual.

Me visto con las ropas que tengo, un par de pantalones y remeras viejas, donadas por familias beneficiadas, pero no me quejo. Se que ahí afuera hay niños que ni pueden abrigarse en invierno. Observó por última vez la pequeña ventana por donde parece entrar un rayo de sol y hago una mueca. El día que deje de llover será el día en que ese rayo de sol me proporcione algo de calor.

No me cuesta mucho llegar hasta la cocina. Sus paredes grises achican el ya diminuto lugar, la pintura se cae en ciertos lugares, y las mesas de madera están agrupadas de tal forma que parece una cárcel. Pues bien, no difieren mucho una de otra. Justo después de mi llegada, una fila de niños de entre seis y ocho años aparece. Cada uno vestido con su uniforme azul a cuadros, cada uno con sus caritas manchadas por jugar en la tierra, rodillas raspadas y cabellos enredados. Siguiendo el protocolo se sientan en sus lugares designados, parecen ignorantes de la insoportable rutina a la cual se ven atados a cada hora, a cada segundo. Con voracidad devoran la comida que hay frente a ellos. Siempre lo mismo. El menú es designado por el día de la semana, nunca cambiante, estipulado hace mucho. La maldita rutina no tiene escapatoria. Pero ellos no se ven afectados, hasta se ven felices al calmar a su estómago, y sin esperar mucho, desaparecen con la rapidez que entraron, a seguir jugando, o a seguir haciendo lo que sea que estuvieran haciendo hasta ahora. ¿Importa? Pronto se darán cuenta de lo inútil que es pretender que las cosas son de otra manera. Pronto verán la terrible realidad.

Cuando el segundo grupo libera las mesas, es mi turno para irme. A mi lado aparece Mia, de quince años, encargada del siguiente grupo. Me sonríe con su usual calidez, lo que me hace suspirar. Todavía ella conserva esperanza, sueños, le encanta pensar que hay un mundo mejor, un mundo el cual la espera con brazos abiertos y logrará cambiar cualquier rastro de injusticia que se presente. Ridículo. Pero me callo los pensamientos, de nada sirve crear una discusión sin sentido.

Miro el reloj en la vieja pared con poco interés. Las nueve. Hora de mi baño regular. Comienzo a avanzar hacia la sala cuando un golpe se oye en todo el lugar. Nuevo integrante. Nuevo niño abandonado.

La curiosidad puede más, cambio mi rumbo sin pensarlo y me dirijo hacia allí, no se que esperar, lo usual es encontrar bebes, aunque cada tanto llega algún pequeño con mayor edad, como yo lo era. Aunque nunca, nunca había habido un muchacho de más de trece años abandonado. ¿Por qué lo habría? No era como si los padres fueran a deshacerse de el a esa edad… o eso pensaba.

Cabello negro y corto. Ojos iguales al carbón. Piel tan pálida como la mía y ropa destrozada, manchada con algo no identificable a la luz de luna. Rasgos finos y elegantes, contrastante con su mueca de desprecio, de esbelto cuerpo aunque alto, cualquiera pensaría que sería todo un galán. Pero allí estaba. En nuestra puerta. Con diecisiete años y una actitud terrorífica.

-Fin del primer capítulo